Tan sólo basta caminar por las calles de la ciudad para darnos cuenta de la cantidad de personas que tienen escasos recursos y que realizan alguna actividad para ganarse algunos pesos, como limpiar parabrisas o vender dulces, así como hay otras tantas que se dedican a pedir limosna, en ambos casos la lástima es determinante a la hora de conseguir dinero.
En nuestro país se apela mucho a la lástima, pues –como se dice normalmente– tenemos “corazón de pollo”, a causa de esto las caras tristes, la facha desaliñada, los hijos en brazos, las discapacidades y las enfermedades terminales son características esenciales de los limosneros; total, regalar una monedita o dos no “afecta a nuestra economía”.
Inclusive muchas personas que se dedican a pedir dinero utilizan a sus hijos para ello, pues un niño indefenso y pobre representa la escena más trágica y doliente, ninguna imagen invita más a sacar unas monedas de nuestros bolsillos. Esta situación desemboca en explotación infantil y hace de la limosna un círculo vicioso.
Lo que también resulta indignante es la reacción que muchos limosneros tienen cuando se les exhorta a efectuar una actividad remunerada o cuando se pretende enseñarles algún oficio, pues en la mayoría de los casos lo rechazan y lo ven como una invitación ofensiva.
La lástima también es importante en la política, ya que, por ejemplo, funciona muy bien la imagen del candidato pobre que con el doble de esfuerzo y la triple dedicación consiguió un puesto de alto mando, en esos casos la pobreza se vuelve un elemento digno de aplaudirse, una gran ventaja publicitaria. La lástima por el candidato pobre juega un papel sustancial, pues se parte de la idea de que ser pobre es sinónimo de honestidad y por ello, podría ser un buen servidor público.
Entonces, ¿se puede vivir de lástima? La respuesta es un rotundo sí y, en resumen, la lástima es la materia prima de los limosneros y los políticos.
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